Antonia Osuna viuda de Romero vio partir a sus cuatro hijos, todos estaban organizados en las FPL. Es bastante probable que algunos de los hijos de Antonia hayan sido desaparecidos; lo cierto es que de tres de sus hijos no se tiene noticia sobre el lugar donde fueron enterrados, paradójicamente el más chico, José Amílcar "Lucas", fue asesinado por sus mismos compañeros.
Berne Ayalá
redaccion@centroamerica21.com
Nejapa es un pequeño pueblo asentado al pie de un cerro que hoy luce deforestado, lugar tranquilo donde las mujeres venden pupusas de harina de arroz a los viajeros de los autobuses. La calle principal cruza el pueblo desde la carretera hasta los cantones del norte, donde la guerrilla tuvo sus campamentos de expansión, el edificio de la alcaldía no ha cambiado en muchos años, sigue asentado al oriente de un parque donde suele verse a los viejos espulgando recuerdos.
Los sembradíos de caña de azúcar abundan en los alrededores, los ríos San Antonio y El Brujo ya no son tan limpios pero aún salpican sus amaneceres con el remanso de los muertos decapitados; la corriente de los vientos que bajan desde el volcán de San Salvador recuerda la fiesta de "las bolas de fuego", surgida del sincretismo de la religión y la experiencia popular a partir de un hecho natural: la erupción de ese volcán en una época remota en la cual la gente no pudo explicarse el por qué la tierra vomitaba fuego sobre sus casas.
Nejapa quedó atrapada entre dos zonas de altísima actividad guerrillera, el Volcán de San Salvador y el cerro de Guazapa, los caminos entre un lugar y otro eran transitados por las guerrillas y las tropas del gobierno. Los rebeldes acampaban al norte y al sur para dormir o para preparar sus emboscadas, para trasladar armamentos. Por sus periferias pasaron las enormes cantidades de tropa de las FPL desde Chalatenango, para la ofensiva de 1989. Escuchar explosiones o balazos muy cercanos o tropezar con un guerrillero caído, se volvió cotidiano para sus habitantes.
Antonia Osuna viuda de Romero
En una casita de ese poblado nació y creció Antonia Osuna viuda de Romero, madre de Lucas, "El Hombre Rana". Lúcida mujer que administra la palabra con la precisión del evangelio, su voz firme y reflexiva advierten una militancia con la fe protestante que, más allá del susurro de un discurso fanático, expresa un largo y doloroso recorrido por la vida, como una gitana que fue dejando atrás de sí sus mayores tesoros. A sus 72 años se mueve con soltura y pica fuerte, como el mar embravecido.
-Tengo más de treinta y cinco años de andar en las cosas de Dios-, me dice con voz serena-. Yo nací en las Asambleas de Dios, pero cuando me fui para Guatemala ingresé en la iglesia Canaán, y desde que regresé estoy en la iglesia Profética Monte de Jehová.
Antonia ingresó a la iglesia en los años setentas, una época repleta de pobreza y desestabilización política, inundada de muertos y desaparecidos, el caldo que comenzó a llevarse a sus hijos, unos al exilio y a otros a la muerte.
Lucas, el menor de ocho hijos
Trajo al mundo ocho hijos, seis varones y dos mujeres. El menor de todos ellos, José Amílcar Romero Osuna, mejor conocido como Lucas en las filas de las FPL, era un niño cuando Nejapa se vio pintada de rojo y las consignas atraían a los guardias a los patios de las casas para sacar a la gente de las "greñas". Sus hijos mayores habían tenido que saltar las cercas en esas huidas pues todos estaban organizados en las FPL.
-Cuando se pusieron de moda las carteras de pita, Amílcar me ayudaba a hacerlas, después las vendía y con eso me ayudaba para los gastos de la casa, no tenía ni los catorce años entonces. También se iba al cerro a traerme la leña con otros cipotes. Siempre estaba pendiente-, recuerda.
Lucas iba a la escuela de Nejapa, al igual que sus hermanos, entonces Antonia comenzó a verlo con sospecha pues se dio cuenta que quizá él, aunque era un muchachito, también estaba involucrado con las organizaciones de izquierda. Un día Lucas se acercó y le dijo:
-Mire, mamá, yo me voy a ir, tenemos que luchar, dicen los compañeros que después nos van a dar tierras para que vivamos mejor.
Antonia respondió con una incólume profecía:
-Sí, le dije yo, el cementerio. Esa es la tierra que te van a dar, la del cementerio.
No pudo evitar que se fuera, aunque hizo mucho por no verlos "metidos en cosas", como lo recuerda:
-Yo lo regañaba pero él necio que se iba. Y como no tenía la edad me pidió que le firmara los documentos para poder irse.
Así es como sus hijos comenzaron a partir, sin avisar. Igual sucedió con Lucas. Desde ese día que su hijo menor salió de aquella casa, donde aún sigue viviendo Antonia, no lo volvió a ver jamás.
Es bastante probable que algunos de los hijos de Antonia hayan sido desaparecidos, como Samuel Edgardo Romero Osuna, que fue capturado por las autoridades militares cuando andaba en una actividad de propaganda. Lo cierto es que de tres de sus hijos no se tiene noticia sobre el lugar donde fueron enterrados, paradójicamente el más chico, José Amílcar "Lucas", fue asesinado por sus mismos compañeros.
Mario Daniel Romero "Tilo", el único hijo que le sobrevive a Antonia, también se marchó de aquella casa de Nejapa, en busca del mismo sueño revolucionario. Cuando ella se vio sola y sumergida en una situación económica desastrosa, además de insegura, salió disparada y cruzó la frontera con Guatemala.
Exilio y retorno
Vivió los años de la guerra en aquel país, lavando y planchando ropa ajena, sobreviviendo en la mayor de las pobrezas, yendo a la iglesia y orando cada día por sus hijos, como ella misma lo recuerda. En ese exilio inclemente pasó días de hambre cómo no vivió en ningún otro tiempo.
Un día de enero de 1992 el mundo conoció la noticia más importante para nuestro país: la guerra había terminado. La mujer creyó que era el momento de dar la vuelta, tomó sus "trapos", los envolvió en una colcha, hizo el tanate y regresó a su país.
Era la hora de buscar a sus hijos, de saber de sus vidas. Sus hijas sobrevivieron, una en Guatemala y la otra en Estados Unidos. Una de ellas fue torturada y vejada por la Guardia Nacional. Los varones todavía faltaban.
Llegó a la misma casa y se arrinconó en un pequeño cuartito, donde sigue pasando las páginas del calendario. Desde su regreso no dejó de preguntar por sus hijos, como tampoco ha dejado de ir a la iglesia un solo día.
Una mañana del final del año recién pasado, sus vecinas le avisaron que su hijo Tilo estaba hablando en la televisión, entonces supo el destino fatal del más chico, José Amílcar "Lucas".
Antonia es una mujer admirable, no sólo por la edad y la energía física que aún conserva, especialmente lo es por su temple moral, en sus ojitos ancianos rebotan las olas de un mar que quedó atrapado en un silencio que ha comenzado a derrotar la insustancialidad de los discursos de los hombres que prometieron un mundo mejor, y que hoy ocultan el asesinato de su amado José Amílcar:
-Dios ha sido mi refugio en mis días de dolor, el mejor juez de los jueces, el único que no se puede pistear. La verdad está en sus manos, él decidirá cuándo anunciarla-, me dice con tono valiente, alza los brazos y mira al cielo.
Berne Ayalá
redaccion@centroamerica21.com
Nejapa es un pequeño pueblo asentado al pie de un cerro que hoy luce deforestado, lugar tranquilo donde las mujeres venden pupusas de harina de arroz a los viajeros de los autobuses. La calle principal cruza el pueblo desde la carretera hasta los cantones del norte, donde la guerrilla tuvo sus campamentos de expansión, el edificio de la alcaldía no ha cambiado en muchos años, sigue asentado al oriente de un parque donde suele verse a los viejos espulgando recuerdos.
Los sembradíos de caña de azúcar abundan en los alrededores, los ríos San Antonio y El Brujo ya no son tan limpios pero aún salpican sus amaneceres con el remanso de los muertos decapitados; la corriente de los vientos que bajan desde el volcán de San Salvador recuerda la fiesta de "las bolas de fuego", surgida del sincretismo de la religión y la experiencia popular a partir de un hecho natural: la erupción de ese volcán en una época remota en la cual la gente no pudo explicarse el por qué la tierra vomitaba fuego sobre sus casas.
Nejapa quedó atrapada entre dos zonas de altísima actividad guerrillera, el Volcán de San Salvador y el cerro de Guazapa, los caminos entre un lugar y otro eran transitados por las guerrillas y las tropas del gobierno. Los rebeldes acampaban al norte y al sur para dormir o para preparar sus emboscadas, para trasladar armamentos. Por sus periferias pasaron las enormes cantidades de tropa de las FPL desde Chalatenango, para la ofensiva de 1989. Escuchar explosiones o balazos muy cercanos o tropezar con un guerrillero caído, se volvió cotidiano para sus habitantes.
Antonia Osuna viuda de Romero
En una casita de ese poblado nació y creció Antonia Osuna viuda de Romero, madre de Lucas, "El Hombre Rana". Lúcida mujer que administra la palabra con la precisión del evangelio, su voz firme y reflexiva advierten una militancia con la fe protestante que, más allá del susurro de un discurso fanático, expresa un largo y doloroso recorrido por la vida, como una gitana que fue dejando atrás de sí sus mayores tesoros. A sus 72 años se mueve con soltura y pica fuerte, como el mar embravecido.
-Tengo más de treinta y cinco años de andar en las cosas de Dios-, me dice con voz serena-. Yo nací en las Asambleas de Dios, pero cuando me fui para Guatemala ingresé en la iglesia Canaán, y desde que regresé estoy en la iglesia Profética Monte de Jehová.
Antonia ingresó a la iglesia en los años setentas, una época repleta de pobreza y desestabilización política, inundada de muertos y desaparecidos, el caldo que comenzó a llevarse a sus hijos, unos al exilio y a otros a la muerte.
Lucas, el menor de ocho hijos
Trajo al mundo ocho hijos, seis varones y dos mujeres. El menor de todos ellos, José Amílcar Romero Osuna, mejor conocido como Lucas en las filas de las FPL, era un niño cuando Nejapa se vio pintada de rojo y las consignas atraían a los guardias a los patios de las casas para sacar a la gente de las "greñas". Sus hijos mayores habían tenido que saltar las cercas en esas huidas pues todos estaban organizados en las FPL.
-Cuando se pusieron de moda las carteras de pita, Amílcar me ayudaba a hacerlas, después las vendía y con eso me ayudaba para los gastos de la casa, no tenía ni los catorce años entonces. También se iba al cerro a traerme la leña con otros cipotes. Siempre estaba pendiente-, recuerda.
Lucas iba a la escuela de Nejapa, al igual que sus hermanos, entonces Antonia comenzó a verlo con sospecha pues se dio cuenta que quizá él, aunque era un muchachito, también estaba involucrado con las organizaciones de izquierda. Un día Lucas se acercó y le dijo:
-Mire, mamá, yo me voy a ir, tenemos que luchar, dicen los compañeros que después nos van a dar tierras para que vivamos mejor.
Antonia respondió con una incólume profecía:
-Sí, le dije yo, el cementerio. Esa es la tierra que te van a dar, la del cementerio.
No pudo evitar que se fuera, aunque hizo mucho por no verlos "metidos en cosas", como lo recuerda:
-Yo lo regañaba pero él necio que se iba. Y como no tenía la edad me pidió que le firmara los documentos para poder irse.
Así es como sus hijos comenzaron a partir, sin avisar. Igual sucedió con Lucas. Desde ese día que su hijo menor salió de aquella casa, donde aún sigue viviendo Antonia, no lo volvió a ver jamás.
Es bastante probable que algunos de los hijos de Antonia hayan sido desaparecidos, como Samuel Edgardo Romero Osuna, que fue capturado por las autoridades militares cuando andaba en una actividad de propaganda. Lo cierto es que de tres de sus hijos no se tiene noticia sobre el lugar donde fueron enterrados, paradójicamente el más chico, José Amílcar "Lucas", fue asesinado por sus mismos compañeros.
Mario Daniel Romero "Tilo", el único hijo que le sobrevive a Antonia, también se marchó de aquella casa de Nejapa, en busca del mismo sueño revolucionario. Cuando ella se vio sola y sumergida en una situación económica desastrosa, además de insegura, salió disparada y cruzó la frontera con Guatemala.
Exilio y retorno
Vivió los años de la guerra en aquel país, lavando y planchando ropa ajena, sobreviviendo en la mayor de las pobrezas, yendo a la iglesia y orando cada día por sus hijos, como ella misma lo recuerda. En ese exilio inclemente pasó días de hambre cómo no vivió en ningún otro tiempo.
Un día de enero de 1992 el mundo conoció la noticia más importante para nuestro país: la guerra había terminado. La mujer creyó que era el momento de dar la vuelta, tomó sus "trapos", los envolvió en una colcha, hizo el tanate y regresó a su país.
Era la hora de buscar a sus hijos, de saber de sus vidas. Sus hijas sobrevivieron, una en Guatemala y la otra en Estados Unidos. Una de ellas fue torturada y vejada por la Guardia Nacional. Los varones todavía faltaban.
Llegó a la misma casa y se arrinconó en un pequeño cuartito, donde sigue pasando las páginas del calendario. Desde su regreso no dejó de preguntar por sus hijos, como tampoco ha dejado de ir a la iglesia un solo día.
Una mañana del final del año recién pasado, sus vecinas le avisaron que su hijo Tilo estaba hablando en la televisión, entonces supo el destino fatal del más chico, José Amílcar "Lucas".
Antonia es una mujer admirable, no sólo por la edad y la energía física que aún conserva, especialmente lo es por su temple moral, en sus ojitos ancianos rebotan las olas de un mar que quedó atrapado en un silencio que ha comenzado a derrotar la insustancialidad de los discursos de los hombres que prometieron un mundo mejor, y que hoy ocultan el asesinato de su amado José Amílcar:
-Dios ha sido mi refugio en mis días de dolor, el mejor juez de los jueces, el único que no se puede pistear. La verdad está en sus manos, él decidirá cuándo anunciarla-, me dice con tono valiente, alza los brazos y mira al cielo.